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            SERGIO PITOL. 
             
            JUAN SORIANO. 
            EL VIAJE Y SUS TREGUAS. 
             
             
            1 EN GUADALAJARA. 
            2 EN LA CIUDAD DE MÉXICO. 
            3 ENTRE ROMA Y MÉXICO. 
            4 ENTRE MÉXICO Y PARIS. 
             
             
             
            2 EN LA CIUDAD DE MÉXICO. 
            Guando alguien ha recorrido un tramo largo de vida y dirige su mirada 
            hacia el pasado, le resulta impresionante la enorme importancia que 
            en ella ha jugado el azar. Es posible, dicen algunos, que el conjunto 
            de hechos nacidos por azar estuviesen ya predestinados, y que en el 
            libro de la vida todo lo que parece ocasional estuviese ya trazado. 
            No haber asistido cierto día a una cita que parecía 
            importante, por ejemplo, determinó una cadena de circunstancias 
            que cambiaron de modo notable la existencia. Es posible que sin la 
            extravagancia impetuosa de Martha, su hermana, y el trabajo en la 
            tienda y taller de antigüedades de Jesús Reyes Ferreira, 
            las facultades de aquel no que transformaba con las manos la arcilla 
            y la cera se hubiesen reducido a una simple habilidad manual infantil, 
            un juego intrascendente, una llama de fervor que se consume en si 
            misma, como sucede con millares de niños prodigios que terminan 
            en trabajos anodinos, sin gracia, sin establecer jamás comunicación 
            con el arte o la ciencia. La energía enloquecida de su hermana, 
            su arribismo, su salón literario', pusieron en 
            contacto al adolescente con algunos jaliscienses que viajaban, leían, 
            oían música, conocían lenguas extranjeras, introducían 
            palabras en francés y en inglés en medio de la conversación 
            mas intrascendente, y se deleitaban en su superioridad y rango social; 
            personajes excéntricos, uno de cuyos atributos, el fundamental, 
            el del perfecto snob, era estar permanentemente de regreso de todas 
            las cosas, para lo que era necesario informarse sobre lo que se decía, 
            escribía o pintaba en la capital, pero sobre todo en Nueva 
            York, en Paris,. Londres o Roma. Su trato con Reyes Ferreira fue más 
            propicio a un camino de perfección que el de aquella fauna 
            florida y parlanchina más cercana al coñac y al tequila 
            que a cualquier disciplina. Chucho lo familiarizo con sus propios 
            conocimientos artísticos, que eran amplios, lo acercó 
            a los libros, a la historia y, sobre todo, al barroco mexicano y al 
            arte popular, sus plazas fuertes. 
             
            Un día, por azar, entraron al Museo de Guadalajara la fotógrafa 
            Lola Álvarez Bravo y los pintores Maria lzquierdo y José 
            Chávez Morado, jóvenes que se movían ya con cierta 
            soltura en el medio artístico mexicano, y por casualidad pasaron 
            a la sala que ocupaba la exposición de Caracalla y sus discípulos. 
            Lo hicieron, por fortuna, en el momento en que Juan estaba presente. 
            De lo que vieron, lo único que les intereso fueron los cuadros 
            de aquel nov, cuyos retratos tenían una extraña conexión 
            con el expresionismo alemán. Conversaron con él y lo 
            alentaron a viajar a la capital para continuar estudios y seguir pintando. 
            Un año más tarde, el adolescente tapatío llegó 
            a la gran ciudad, perdido, asombrado, inspirado, ríspido, acongojado, 
            como ese personaje balzaciano, recreado luego por todos los novelistas 
            del siglo XIX, el joven llegado de provincias, que aparece de pronto 
            en la gran capital con la intención de comerse el mundo, de 
            forjarse una educación sentimental, de triunfar en todos los 
            terrenos. En la mayoría de esas novelas las circunstancias 
            rebasan la capacidad de comprensión y resistencia del joven 
            e inocente forastero. Las durezas del medio lo debilitan, lo derrotan 
            y hacen de él un paria anónimo, o, por otra parte, la 
            suerte le sonríe, ingresa en la administración, en los 
            negocios, en el periodismo, y esa aparente ventura derrota al artista, 
            lo aleja de su ser esencial, lo transforma y lo vence de la manera 
            opuesta a la del otro. Años después de su ingreso a 
            la gran urbe, ha olvidado el propósito inicial. La concatenación 
            de una serie infinita de azares lo ha transformado, a tal grado que 
            si alguien comenta sus momentos iniciales el sonríe entre avergonzado 
            y sentimental y cuenta anécdotas sobre las veleidades de una 
            juventud incierta, la suya. No recuerda con desagrado esos tiempos 
            de bohemia, dice, pero la realidad es siempre la realidad, y sus intereses, 
            su puesto, su familia, sus compromisos no le permiten detenerse en 
            aquellas fantasías. Y de repente, malhumorado, cambia de tema. 
            Juan Soriano habla de su vulnerabilidad juvenil, de su desorientación, 
            de su ignorancia, de las trampas que su delicado sistema nervioso 
            le tendía. Es probable que haya sido así, pero no recuerda 
            ya, o tal vez ni siquiera lo percibió en su momento, que en 
            el interior de ese trémulo adolescente existía una estructura 
            de acero que en muy poco tiempo le permitió ser una de las 
            presencias mas interesantes del arte en México. Casualidad 
            y causalidad se convierten entonces en una misma instancia. Aquel 
            joven logro acercarse al azar, retarlo, manejarlo, para forjar una 
            figura mitológica, la de Juan Soriano. 
            Pocos anos después de llegar a la capital se incorporo al mundo 
            de la cultura, en especial al de las artes plásticas y la literatura, 
            que en aquella época estaban plenamente integrados. Octavio 
            Paz fue el amigo más admirado en su juventud y durante toda 
            la vida. Fue también su maestro esencial. A lo largo de esa 
            amistad, Paz escribió textos espléndidos sobre su pintura, 
            el primero, de 1941, es un retrato, un homenaje y un poema. Dice el 
            primer párrafo:  
             
            Cuerpo ligero, de huesos frágiles como los de los esqueletos 
            de juguetería, levemente encorvado no se sabe si por los presentimientos 
            o las experiencias; manos largas, huesudas, sin elocuencia, de títere; 
            hombros angostos que aún recuerdan las alas de petate del ángel 
            o las membranas de murciélago; delgado pescuezo de volátil, 
            resguardado por el cuello almidonado y estirado de la camisa; y el 
            rostro: pájaro, potro huérfano, extraviado. Viste de 
            mayor, niño vestido de hombre. 0 pájaro disfrazado de 
            humano. 0 potro que fuera pájaro y niño y viejo al mismo 
            tiempo. 0, al fin, simplemente, niño permanente, sin años, 
            amargo, cínico, ingenuo, malicioso, endurecido, desamparado. 
            No tardó en moverse como pez en el agua. A Paz lo conoció 
            al final de los treinta, a su regreso de la guerra civil española. 
            Trataba entonces a un grupo de escritores formado por Xavier Villaurrutia, 
            Carlos Pellicer, Octavio Barreda y Agustín Lazo, quien estaba 
            a caballo entre la literatura y la pintura. Fue amigo de las mujeres 
            más notables de su tiempo: Lupe Marín, Maria Asúnsolo, 
            Lola Álvarez Bravo, Elena Garro, Olga Costa, Lya Kostakovski, 
            Carmen Barreda. Su prestigio lo cimentó en parte por los magníficos 
            retratos de esas damas. Otro de sus círculos fue el de los 
            exiliados llegados a México a la caída de la república 
            española: Diego de Mesa y su familia, Maria Zambrano, Emilio 
            Prados, José Moreno Villa, Margarita Nelken, Ramón Gaya, 
            Gil Albert. Su capacidad de dialogar ha sido siempre asombrosa. 
             
            Su pintura se enriqueció rápidamente. Forjo un estilo 
            y lo fue afinando; descubrió nuevos espacios y midió 
            en ellos sus capacidades. Si en sus primeros retratos, los de Guadalajara 
            y los pintados a su llegada a México, había llegado 
            a la forma por intuición, en una segunda fase la intuición 
            no desapareció, pero supo apuntalarse en un mejor conocimiento 
            del arte y de sus procedimientos. 
             
            Aprendió que las grandes obras lo son cuando sus autores se 
            han enfrentado a los grandes problemas de la forma. Al abrirse a un 
            espacio mas amplio que incorporo a la naturaleza, las naturalezas 
            muertas, la recreación de ciertos mitos, o a toda clase de 
            escenarios a donde le llevaba su curiosidad, supo que lo importante 
            no era el tema, ni los personajes, sino la manera en que se resuelve 
            formalmente la obra, y que los errores tienden a generarse cuando 
            una obra de arte se estudia a partir de su tema y no de sus valores 
            estilísticos intrínsecos. Desde su llegada a México 
            hasta el inicio de los años cincuenta, es decir hasta su viaje 
            a Roma, produjo cuadros muy bellos, intensos, de espléndida 
            factura. Algunos se cuentan entre los mejores de su obra. Las niñas 
            muertas, desde la mas patética, la de 1938, parecida a una 
            figura de cera oscura, con algodones en las fosas nasales, con un 
            fondo de manos que detrás del cuerpo yacente sugieren señales 
            esotéricas, hasta las otras niñas, también muertas, 
            pero envueltas en blanquísimas sabanas, en velos delicados 
            y en lujosos arreglos floridos donde juegan cándidamente los 
            ángeles, o los retratos que abundan en ese periodo, el de Isabela 
            Corona de 1939, el de Xavier Villaurrutia de 1940, los dos de Maria 
            Asúnsolo, uno de 1941 y otro de 1949, una negra de Alvarado, 
            una figura espléndida de 1943 y .dos retratos de antología, 
            para mí los mas bellos de esa época, el de Lola Álvarez 
            Bravo y el de Lupe Marín, ambos de 1945, y el de Diego de Mesa 
            con un perro, de 1948. Esos cuadros, y otros que tienen un fino toque 
            escénico, como La novia vendida y Recreo de arcángeles, 
            ambos de 1943, La mascarada, de 1945, El rapto de Europa, de 1947, 
            y las varias apariciones de niñas con juguetes, con flores 
            y frutas, con un polio, lo convirtieron en uno de los pintores prestigiados 
            del país. 
             
            No logro esa posición porque sus retratos fueran magníficos 
            estudios de carácter, o porque sus hermosas escenas recreen 
            atmósferas típicamente urbanas o exóticamente 
            tropicales. Todo eso es cierto, claro, pero el alto nivel artístico 
            resulto de otras circunstancias. Soriano sabe que un cuadro como el 
            de esa niña inocente a quien la muerte arrebato prematuramente, 
            o una joven de naturaleza fuerte en Alvarado, o una coreografía 
            de arcángeles barrocos, o un conjunto de damas angustiadas 
            y hermosas y hombres que emanan inteligencia y carácter, todo 
            eso, a fin de cuentas, no es sino un pretexto, una ocasión 
            de recrear la realidad, la suya, la que ve su ojo de pintor, una fuente 
            de energía para alcanzar significación artística. 
            Debemos recordar que un cuadro antes de ser un caballo o una 
            mujer desnuda es esencialmente una superficie recubierta de colores 
            dispuestos en un orden adecuado, dice Maurice Denis. 
             
            Marangoni, en su obra Saber ver nos ofrece un ejemplo extremo de la 
            subordinación del tema a las necesidades de composición 
            de un artista:  
             
            Como es sabido, el Veronese en su gran tela La cena en. casa de Leui, 
            por haber pintado al lado de la cabeza de Cristo la de un moro fue 
            acusado al Tribunal de la Inquisición por haber ofendido a 
            la Religión, y él se excuse diciendo con la mayor sinceridad 
            que había tenido necesidad de una mancha oscura -la cabeza 
            del moro- al lado de una clara -la cabeza de Cristo- para entonar 
            el cuadro. 
             
            En los primeros cuadros que pinto al llegar a la capital, Soriano 
            resalta una crispación de línea y color. Los contornos 
            de sus retratos son excesivamente hieráticos, como si fueran 
            grabados en metal. Trata de cerrar los limites de cada rasgo, tanto 
            en las personas como en las flores de sus naturalezas muertas. Xavier 
            Villaurrutia comentaba que Soriano no pintaba sus retratos sino que 
            los esculpía. Con el tiempo fue renunciando a esos efectos. 
            Su pintura comenzó a apaciguarse, a cobrar ligereza, luminosidad 
            y, sobre todo, movimiento. Al mismo tiempo que sus formas se descongelaban 
            su composición se volvía mas y mas compleja. Cada pincelada 
            tenía que componer, cada detalle debía ser absolutamente 
            necesario al conjunto. 
             
            Pongamos como ejemplo la estructura formidable de La negra de Alvarado, 
            el retrato de una muchacha sencilla del trópico. La figura 
            es contundente, y su perfección depende de la composición, 
            de la distribución del color, del lugar que el cuerpo ocupa 
            en la tela y de una luz que parece emanar del propio cuerpo de la 
            joven. Es una obra de intensa laboriosidad, pero a primera vista nada 
            de eso se percibe, porque el pintor ha sabido ocultar todas las costuras. 
            Cada centímetro de esa pintura es obra de la composición, 
            de contrastes de luz y de sombra, de la armonía entre las manchas 
            de color, y también de un juego audaz entre tonos fuertes y 
            apagados. 
            Un año después, en 1945, pinta los retratos de dos de 
            sus diosas tutelares, Lola Álvarez Bravo y Lupe Marín, 
            y después el de María Asúnsolo. Los tres muestran 
            la plenitud de sus facultades. La organización estructural 
            de cada uno es notable. Hay que recordar que es muy joven, tiene apenas 
            veinticinco anos cuando pinta a las dos primeras amigas y veintiocho 
            cuando termina el retrato doble de Maria Asúnsolo, donde una 
            hermosa mujer y también una niña que son la misma María 
            aparecen envueltas en delicadas tonalidades de grises y rosas. En 
            esos retratos se descubre la facilidad con que el pintor puede transitar 
            de la antigüedad clásica a la modernidad. Hay un dejo 
            renacentista en esas tres obras perfectas que él logra armonizar 
            con su propio tiempo. 
             
            Cuando en 1952 Juan Soriano viaja a Roma, tiene apenas treinta y dos 
            años y es ya uno de los pintores mas prestigiados del país. 
            Lo que no sabe aun es que esta a punto de dar el mas grande salto 
            de su vida. 
             
            3 ENTRE ROMA Y MÉXICO. 
            Soriano llega a Roma en 1952. Su encuentro con la antigüedad 
            fue soberbio. Tenía treinta y dos años y una obra madura 
            a sus espaldas. El contacto con el arte renacentista lo condujo a 
            estilos anteriores, al preclásico, en particular al micénico, 
            y al cretense. El contacto con Grecia fue muy intense, casi febril. 
            En Creta volvió a descubrir el mundo y a sentirse en condiciones 
            de comérselo. Aquellas formas arcaicas, periclitadas muchos 
            siglos atrás, le produjeron una sensación de libertad 
            que jamás había experimentado: 
             
            En aquellos primeros descubrimientos -dice- capté la idea de 
            ese mundo que se me revelo como nuevo y decidí plasmarlo con 
            mucha libertad, tanto en la forma como en los colores. Tal vez por 
            eso llegué luego a lo abstracto, puesto que la abstracción 
            esta siempre a un paso del misticismo de la forma, la forma en si, 
            la forma libre que sugiere la transformación de una montaña 
            en un caballo, del caballo en árbol, del árbol en rehilete. 
            Puede ser por un abandono al placer del dibujo; uno es omnipotente 
            cuando dibuja, porque de una línea puede surgir un ojo, una 
            zorra, el sol, un abismo. Todo entonces se vuelve germinal. 
             
            En ese año pinta dos autorretratos impresionantes, que difieren 
            significativamente de su pintura anterior. Son imágenes severas 
            de si mismo, desprovistas de los atributos emocionales y afectivos 
            que tenían sus anteriores autorretratos. Estos, los de Roma, 
            se ciñen a lo mas estricto y esencial de la persona, sobre 
            todo a la estructura o sea del rostro. El primero nos muestra a un 
            hombre atónito, un sonámbulo, un solitario anclado ante 
            el umbral de una tierra de nadie, un ser espectral que ha abandonado 
            su clan para errar por tierras ignotas, en busca de un mundo-otro. 
            Los colores del forastero son grises, verdosos, levemente violáceos, 
            desteñidos y luidos para corresponder a su figura. En el segundo, 
            Soriano se autorretrata en el acto de pintar un viejo árbol 
            nudoso con una rama frondosa. No esta ante un caballete pintando al 
            árbol, ni la escena se refleja en ningún espejo, como 
            es habitual. En el cuadro, el pintor, un Soriano severo y concentrado, 
            y el árbol supuestamente pintado por él, son puramente 
            sujetos de la trama, el acto de pintar es una situación imaginaria. 
            El tono espectral ha desaparecido, el verde aparece en los ojos y 
            la camiseta del pintor y, sobre todo, en el follaje que recubre la 
            rama, la misma que le aproxima un fruto de indudable carácter 
            fálico. Uno piensa en la sexualidad, pero en la sexualidad 
            de un asceta. Parecería que esos cuadros son el adiós 
            al mundo que el artista acaba de dejar y el inicio de otro que esta 
            por descubrir. 
             
            Se presiente en el aire un tiempo de prodigios. Un viaje a Creta acelero 
            su transformación interior y le abrió las puertas a 
            otro espacio: el de la libertad. En efecto, entre 1954 y 1956 produjo 
            cuadros radiantes, de colores muy vivos, cuadros libérrimos, 
            solares, intensos y a la vez regocijantes. De las grandes obras del 
            periodo sobresalen La madre y La vuelta a Francia, de 1954, varias 
            versiones cromáticas de un Apolo y las musas, de 1954 y 55, 
            Retrato de una filosofa, un par de maravillosas calaveras de colores 
            fosforantes, que parecerían un pregón del triunfo de 
            la vida, y una excepcional escultura en cerámica, La ola, germen 
            de otra vertiente en la actividad de Soriano, todo dé 1956. 
            Basto que el joven maestro que había partido de su país 
            con una reputación excelente, dueño de una técnica 
            impresionantemente eficaz, se alejara de un estilo forjado durante 
            varios años, para que se desatara una escandalosa acometida 
            contra él y su nueva poética. Había cometido 
            una locura, un acto autodestructivo, tirado sus atributos a la cloaca, 
            perdido en la anarquía, decía la prensa. Se le acuso 
            también de antipatriota por abrazar una estética contraria 
            a la de la Escuela Mexicana de Pintura. La prensa de escándalo 
            arremetió contra él por obsceno; su prestigiada galería, 
            la de siempre, la de Inés Amor, se negó a exponer sus 
            obras romanas y el público quedo desconcertado. 
            Me parece que quien entendió mejor su metamorfosis fue Paul 
            Westheirn, el sabio teórico alemán. radicado en México. 
            Cuando Soriano pudo exponer al fin en una galería, Westheim 
            comentó: ¿Qué le había sucedido? 
            iUn hechizo, un encantamiento o, simplemente, una resurrección? 
            La resurrección del enfant terrible que le bulle por dentro 
            y que durante tantos años y con tanto trabajo se esforzó 
            por acallar y hasta por asesinar un poco, y todo por el miedo de que 
            no lo tomaran en serio... 
            En efecto, Soriano había resucitado, había encontrado 
            su verdadero ser y eso lo colmaba de alegría. Pintar significaba 
            descubrir una realidad más real que ninguna otra. Soriano ha 
            defendido su derecho a creer que la realidad sea la madre de todo 
            aquello que tenga valor en la vida. El sueño es realidad, la 
            imaginación es realidad, lo demás son palabras. Los 
            cuadros pintados en Roma surgieron desde una perspectiva de inocencia. 
            En esa época sentí que me descubría a mi 
            mismo y que descubría al mundo. Los colores fundamentales 
            fueron entonces el amarillo y en menor medida el azul: el sol, el 
            mar y el cielo. El color alcanzo su máximo brillo, y permitió 
            que sus cuadros fueran ferozmente permeados por la luz. Exploró 
            sin inhibiciones los colores y las relaciones que pueden establecer 
            entre si. El renovado artista logro contrastes mas efectivos e inesperados 
            a través de un sistema polifónico de combinaciones cromáticas, 
            que jamás se había atrevido a emplear en México. 
             
            Matisse, al final de su vida, comento que su camino hacia la creación 
            y dentro de la creación no había sido sino una 
            búsqueda de nuevos medios expresivos para liberarse de la imitación 
            de la naturaleza. La exactitud no es la verdad. No puedo copiar la 
            naturaleza, sino interpretarla y subordinarla al espíritu del 
            cuadro. Pero soy consciente de que aun apartándose de la naturaleza 
            un artista debe estar convencido que procede así, solo para 
            obtener una naturaleza más real: la realidad lo es todo. 
             
            Una pieza fundamental entre la producción romana es La madre. 
            Acercarse a ese cuadro produce un escalofrío, dice 
            José Miguel Ullán. La madre de Soriano es un fetiche, 
            un tótem, la fuente eterna de la vida; posee grandes atributos 
            y sin embargo produce miedo. Es un óleo casi enteramente amarillo 
            con un subfondo rojizo. Una figura esta centrada en una habitación; 
            sus caderas son inmensas y en ella se destacan los huesos ilíacos. 
            Encapsulados en las caderas, los huesos forman una segunda cara, mayor 
            que la auténtica; y la boca en ese rostro es a la vez el sexo 
            de la figura entera. Esta relacionada con las deidades arcaicas de 
            la Hélade que representaban a la Gran Madre Universal. Poseen 
            todos los poderes de la serpiente: la profecía, la fecundidad 
            y la fertilidad -dice Soriano-. La madre que pinte no tienen ni ligereza 
            ni la alegría de las diosas micénicas. A los mexicanos 
            todo se nos vuelve grave, tal vez sea por la herencia española 
            o por la azteca, doblemente tétrica, quizás por la conjunción 
            de ambas. Lo que le da cierta alegría a mi figura es el color 
            amarillo dorado; todo en ella alude a una aurora realmente luminosa. 
            Ese óleo que oscila entre la figuración y lo abstracto 
            es el preludio de la siguiente etapa del pintor. 
             
            Portento de ese periodo es también La ola, una pieza de cerámica 
            de carácter mas bien abstracto, como todo lo que hace en esos 
            años. Es una pieza con una base fuerte y que termina en movimientos 
            circulares, casi cifrados, como algunos fetiches esotéricos 
            de composición perfecta. Su fuente es prehistórica, 
            es el núcleo inicial de una de las vertientes actuales del 
            maestro: la escultura. 
             
            El paso a la abstracción dura', al lienzo que ha 
            abolido por completo la figura se produjo de modo natural, y, en su 
            caso, nació como la conclusión de un estallido de libertad 
            y de inmensa fe en la pintura. Su fervor por la composición 
            encontró en esa corriente un cauce próximo a su temperamento. 
            Hacia el final de los sesenta, empezó a decaer ese entusiasmo. 
            Comenzó a perder tensión en lo que hacia y temió 
            que su trabajo se transformara en mera decoración. El primer 
            paso de una despedida constituye uno de los momentos de apoteosis 
            del pintor: la exposición de imágenes de Lupe Marín, 
            en 1963. Lupe fue una de sus primeras amigas entrañables en 
            México. Su figura, su personalidad, su independencia, su mezcla 
            de refinamiento y ferocidad, su lenguaje, sus arrebatos de firmeza, 
            su arrogancia, sus contradicciones, su excepcional elegancia, su vida 
            entera, lo había deslumbrado. Para mí -dice Juan-, 
            Lupe era todo lo contrario a las niñas que yo pintaba cuando 
            la conocí. Siempre la vi como a una especie de Circe, era lo 
            arcano, era Hécate. La preparación de esa muestra 
            le llevó tres años, y cuando se abrió suscite 
            pasmo y admiración. Fue una muestra consagratoria. Pinto muchos 
            cuadros, algunos enormes, y centenares de dibujos, de esbozos, de 
            apuntes. En la ejecución de esos retratos, Soriano resumió 
            su pasado entero: la perfección de los retratos de anos anteriores 
            y la libertad descubierta en Roma. El resultado fue deslumbrante y 
            constituye uno de los grandes hitos de la historia plástica 
            mexicana. 
             
            Del día en que hizo su primer viaje al día en que inauguro 
            la muestra con los rostros de Lupe Marín, pasaron poco mas 
            de diez años. En esa década, Soriano descubrió 
            zonas profundas de su interior que ignoraba. Refrendo una norma que 
            él se había impuesto desde siempre, la de que un artista 
            debía ser fiel consigo mismo y no a lo que los demás 
            querían que fuera. Pero para ser fiel, y eso lo aprendió 
            en Roma, debía conocerse y también conocer su entorno, 
            y el universo entero si era necesario. Su itinerario en esos anos 
            fue impresionante por su diversidad. Liego al informalismo mas radical, 
            se entusiasmo con él, pero cuando lo juzgo necesario volvió 
            a formas conocidas. Guando en 1962, los críticos, los galerista, 
            sus amigos y viejos admiradores se convencieron de que Juan era excelente 
            en la abstracción, y que no había perdido su talento, 
            sino por el contrario, lo había ampliado, él abandonaba 
            la aventura. En la serie de Lupe Marín las formas provienen 
            de modo muy directo de la abstracción, pero la figura no queda 
            eliminada, mucho menos la de Lupe Marín, cuya imponente presencia 
            no hubiera permitido esa omisión. Volvió al canon, si, 
            pero no para enclaustrarse en él. Quien ahora marca las reglas 
            y las fronteras es, desde luego, el pintor. 
             
            4 ENTRE MÉXICO Y PARIS. 
            Lo demás ya es sabido. Soriano a sus ochenta años vive 
            en una actividad constante que abrumaría al mas fuerte, a él 
            no porque es un titán. A partir de 1976 vive entre Paris y 
            México. Se mueve con espléndida libertad en sus terrenos. 
            Cuando veo algunas de sus obras recuerdo una línea de Luis 
            Cardoza y Aragón: El cuadro de Soriano solo quiere ser 
            cuadro, por sus propios medios estrictos.' Los mejores oleos 
            de estos años están rodeados de un halo poético 
            que me hace recordar la pintura de Giorgione. Parecería que 
            la forma clara y precisa del dibujo, la armoniosa composición 
            de los espacios y la perfección del color fueran tan evidentemente 
            puros solo para ocultarle al crítico y al espectador con esas 
            virtudes un misterio. Todo parece claro porque uno de los efectos 
            más elegantes tanto en el arte como en la vida lo constituye 
            la ocultación de cualquier efecto. Matisse consideraba que 
            la mayor marca de perfección en un pintor es presentarle un 
            trozo de naturaleza absolutamente imposible y hacerle sentir al critico 
            mas cáustico que lo que veía era un paisaje perfectamente 
            normal. Si tuviera que nombrar algunas obras maestras del Soriano 
            último, enlistaría: Paisaje de Obersdorf, 1975, Retrato 
            de Marek Keller, î976, Amanecer, 1977, La visita azul, 1978, 
            La muerte enjaulada, 1983, El florero, 1984, La palmera, 1984, y Mirando 
            al mar, 1985. 
             
            Desde que conozco a Juan Soriano le he oído decir que le gustaría 
            volver a hacer escultura, pero que no era nada fácil. Lo ha 
            logrado y es la actividad en la que mas se ha interesado durante los 
            últimos quince años, sobre todo en la creación 
            de piezas monumentales. La ola, la enigmática pieza en cerámica 
            que hizo en Roma en 1956, de cuarenta y cinco por veinticinco centímetros, 
            se ha transformado en una ola de bronce de siete metros. Buena parte 
            de las esculturas en cerámica que presente en la Galería 
            de Antonio Souza, en 1959, se han convertido también en piezas 
            de gran tamaño. Pero no solo ha transformado a escala mayor 
            piezas hechas antes en formato pequeño, sino trabaja en esculturas 
            nuevas sobre nuevos proyectos. En este periodo de mi vida me 
            siento aún con interés suficiente para emprender experiencias 
            que no conocí en el pasado. Ya Octavio Paz celebraba 
            en 1954 las mutaciones del espíritu de su amigo: Ha descubierto 
            el viejo secreto de la metamorfosis y se ha reconquistado. | 
         
       
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