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            JOSÉ MIGUÉL ULLÁN. 
            ÓPTICA MORAL. 
             
            La aves que llegaban a través de los aires 
            Por ventanas rotas entraban y salían 
            Con su rumor semejante al suspiro que damos 
            De mucho demorarnos en lo que ya ha ocurrido. 
             ROBERT FROST. 
             
            En un loable impulso de concisión, nada al alcance de quien 
            esto emboca, el escritor japonés Kakuzo Okakura, célebre 
            a justo título por El libro del té, sostuvo con aplomo 
            y delicadeza que, para acometer cualquier empresa humana, hay un montón 
            de formas o artimañas harto diferenciadas entre sí, 
            cosa innegable, pero que, en realidad, si no insistimos en ponernos 
            chinches y le echamos, por contra, unas migajas de buena voluntad 
            a la cosa, todas ellas pueden caber de sobra en un refugio u otro, 
            según convenga, de los correspondientes a sólo dos ideas 
            o actitudes básicas, las verdaderas madres fundadoras de todos 
            los caprichos y matices restantes. 
             
            Esto, referido al arte en general que es la malicia encallecida 
            con la que suele ser leído el tratado ceremonial del que hablamos-, 
            no está mal como atajo aliviador, y máxime al abrirse 
            en la cordialidad de un paisaje que imaginábamos a salvo de 
            las anubarradas dicotomías de Occidente. Ahora bien, de lo 
            que ahí se trata en cierta zona es de las muchas ramas o tendencias 
            en el difícil arte del arreglo floral, Ikebana, recibidas por 
            Okakura, en consonancia extrema con lo ya dicho, a un par de escuelas 
            cimentales, de las que las demás serían (nadie se ofenda) 
            meras variaciones, sucursales, pruritos, afluentes o florituras. 
            La primera de esas escuelas es la idealista. Línea clásica, 
            refinada de sencillez y sigilosamente alegórica. Porque Ikenobo 
            su inspirado ideólogo, disponía de la naturaleza no 
            en cuanto la veía de cerca, sino sólo después 
            de fijarse largo y tendido en las sutiles y armoniosas normas con 
            que había reflejado de antemano Kanno Tanuyu en sus pinturas. 
            Reflejo, pues, de un ideal tenaz, claroscuro de orden y concierto 
            sobre la naturaleza indomable. Erosión de espíritu en 
            lo bruto. O, a modo de resumen de sobremesa, un engaño con 
            gusto: ¡todo estaba en la forma de la idea!. 
             
            Al lado, más que por el contrario, tenemos la segunda escuela: 
            naturalista a ultranza. La naturaleza como modelo en exclusiva del 
            artista, y la obsesión de éste por representarla tal 
            cual o, a lo sumo, con leves toque personales de un sentido común 
            tampoco exento de sensibilidad ante el oficio. O sea, otro engaño, 
            pero de gusto más juicioso, menos enrevesado que el primero: 
            sanote, popular, con los pies en la tierra noche y día. Pura 
            estampa y vivo retrato, y a mucha honra, donde lo que interesa de 
            verdad es que, ya a la primera hojeada, el oscilante alrededor (campestre 
            en el ejemplo que seguimos a regular distancia) se nos haga quietud 
            reconocible (y, parece mentira el parecido) en otra pare 
            de papel o tela. De esa humilde fidelidad a lo modélico se 
            derivaría su aptitud para convertirse en portento plástico, 
            bien que en algunas ocasiones se muestre, aun sin desorbitarse, casi 
            más agraciado que al natural. 
             
            Lo curiosos de esa segunda escuela, simplificando al máximo 
            para llegar a tiempo a no se sabe donde, es que la idea de lo artístico 
            como reproducción contenida de lo más visible no les 
            venía a sus adeptos por las buenas o por sí sola, suposición 
            de corte lógico dentro de esa corriente cristalina, sino también 
            a fuerza de contemplar con calma y firme arrobo los tentadores frutos 
            de las escuelas pictóricas Ukiyo-e y Shijo. Con lo que volvemos 
            a recordar que en esta vida no se logra saber jamás quién 
            acaba imitando a quién (alguien se oculta), aunque todos tengamos 
            la sospecha, interior y exterior, de que la imitación, al parecer 
            apasionada por principio, fue la pionera en declararse arte y, al 
            cabo de los siglos, la última en querer escarmentar. Sin irse, 
            vuelve y vuelve. 
             
            En cualquier caso, hete aquí que Kakuso Okakura, después 
            de habernos seducido con esa reducción maravillosa del infinito 
            al dos, y cuando ya dudábamos, entre otras cosas, sobre cual 
            de los dos refugios iba a ofrecerle mejor servicio a nuestro muy voluble 
            antojo, de repente se saca de la manga, sin inmutarse, con pericia 
            de mango una insatisfacción absoluta. En efecto, declara que 
            se niega en redondo a comulgar con la una y con la otra de esas dos 
            maternales escuelas que hace un segundo apenas nos había descrito 
            como las únicas representativas del conjunto floral. Entonces 
            ¿al borde de qué exótico abismo abandona al hipócrita 
            lector? Si hasta aquí hemos llegado con paciencia, no nos precipitemos 
            ahora. (Toses brechtianas de Wang Lung.) 
             
            En honor de la rectitud, no del verismo, ha llegado el momento de 
            confesar que Okakura, antes de semejante revelación, ya había 
            lanzado vagas señales de desasosiego al pormenorizar ciertas 
            manías (adheridas a Cielo, Tierra y Hombre: hay lo que hay, 
            y es ley) relativas al arte de arreglo floral: Insistían 
            aquellos maestros florales sobre la insoslayable importancia de relatar 
            a la flor bajo sus tres aspectos diferentes: el formal, el semiformal 
            y el informal. Para identificarlos, podríamos decir que el 
            primero presenta la flor en traje de gala, el segundo en un tan elegante 
            como cómodo vestido de tarde (arreglá pero informal 
            es expresión habitual en labios de la cantante española 
            Martirio), mientras que en tercero se encarga de presentarla en el 
            encantador deshabillé de andar por casa. De todas formas, 
            consigue concluir Okakura para no terminar siendo grosero con aquello 
            que predomina (blanco o negro), allá se las arreglen los maestros 
            florales con sus fantasías artísticas, idealistas 
            o naturalistas, porque los únicos que conocen a fondo su intensidad 
            del arte son los maestros de té: El arte concebido según 
            su objeto esencial y desarrollado en el terreno de la intimidad con 
            la vida a esa tercera escuela, que Kakuzo Okakura toma por suya 
            al vuelo, lo llama natural. 
             
            ¿En qué consiste? En salir buscar la flor (un decir)guiados 
            por nuestro propio estado de ánimo (eso elige, altera o cumple 
            un sueño). Procurando, de paso, que luego entone con la penumbra 
            hospitalaria de ese rincón (¿otro decir?) en que nos 
            refugiamos a diario. Ahí podrá ser símbolo apacible 
            de la fragilidad de cada instante; pero, ante todo, presencia fiel 
            y grata compañía de aquello que elegimos para recrearnos, 
            para saberlo mejor. De puertas para adentro, no cerradas: es decir 
            sin arruinar los ritmos materiales de las estaciones, aunque adensándolos 
            o diluyéndolos cuando clavamos la mirada en ese azar tan anhelado 
            que representa siempre el simple hecho de que algo se salve del barullo, 
            se pierda un poco menos. 
             
            Naturalidad. Y enseguida aparece de cuerpo entero, en su esplendor 
            ascético, la pintura de Juan Soriano. Porque lo natural, 
            escurridizo y todo, es la conducta que mejor le cuadra a su oscura 
            razón de ser. Tiene a menudo ésta un trasfondo de delirio 
            preclásico, de antes del idealismo y el naturalismo, cuando 
            ya alguno aventuraba, sin obtener eco excesivo en lo que fue ocurriendo 
            hasta hoy, que la moralidad hay que centrarla en el comportamiento 
            voluntario. 
            Y a eso vamos, pues haber hecho siempre cuanto le vino en gana es 
            a la vez la primera noticia que se atreven a darnos estos cuadros 
            acerca de un artista que, hablando solo de pintura desde cada uno 
            de ellos, habla también de la actitud moral carácter 
            por encima de virtud- que los sostiene así, a su aire, al margen 
            de cualquier tacticismo normativo, como exentos por propia voluntad 
            de tener que dar cuentas a nadie. Y, sin embargo, nadie menos ecléctico 
            que Juan Soriano. Empieza a hacer visible lo que no quiso hacer: que 
            fue bastante: calcos al uso, tributos al deber de la época, 
            rentable afianzamiento en una certidumbre consensuada que le había 
            impedido ser él mismo con naturalidad y perseguir por libre 
            lo mismo (pintar fuera de sí) con el mayor número posible 
            de medios, tonalidades e intenciones. 
             
            Pienso en Matisse, amante de teoremas. Y, sobre todo, en aquella naturalidad 
            obstinada, que se mantuvo a flote, a contracorriente desde las pinceladas 
            líquidas de sus primeros cuadros a los escuetos recortables 
            del final de su vida. Para, como él subraya por escrito, hacer 
            siempre l mismo. También Soriano tiene mucha más suerte 
            en la metamorfosis que en los retoques. Es un pintor camaleónico 
            (desconcertante, no encasillable, raro, 
            a trasmano, incatalogable: piropos dedicados 
            con igual frecuencia que impertinencia), dispuesto en cada estado 
            a hacer lo mismo: identificarse con esa imagen que pugna por aparecer, 
            por hacerse presente, provenga del pasado o anuncie el porvenir. 
            Ni que decir tiene que la naturalidad adscrita de entrada a la pintura 
            de Juan Soriano dio en cientos de transformaciones, menos en esa gran 
            simpleza que se le presupone a lo natural: hace cualquier cosa ¡hala!, 
            con la espontaneidad en marcada en lo aceptable por adelantado, 
            menudo alivio! No, su naturalidad vive en el extravío, vive 
            del extravío. De hecho, se encarna en unas obras que recrean 
            ese extravío en la mirada del espectador. Frente a ellas, es 
            cierto (¿por dónde andará ahora?), no se sabe 
            muy bien que decir; ni tampoco muy mal, que sería otro tipo 
            de consuelo. Toman por cause normal la movilidad de la pérdida 
            y, en especial, la de la identidad. Estilete de la metamorfosis, donde 
            todo tiene su ser en el ser todo posible: pasar de ser mujer a ser 
            lechuza, luego yegua y, al cabo, arbusto o mármol. Probar. 
            Con idéntica naturalidad, la propia de la acción voluntaria, 
            probar a ser el mismo en todo, probarse a cada paso voluntario dentro 
            de ese perpetuo extravío. 
             
            ¿No es eso lo que desconcierta? Y quien no se resigna a quedarse 
            del todo mudo, que tal vez fuera lo adecuado ante un arte que tiene 
            a orgullo serlo, puede expresar alguna vez lo justo desde el completo 
            desconcierto. Véase lo que escribe Ossip Mandelstam en el año 
            1933: No he podido soportar a Matisse, pintor de lujo. Por el 
            pigmento rojo de sus telas fluye un silbido de soda. Ignora la alegría 
            de los frutos jugosos. Su poderoso pincel no sana a la vista, pero 
            le comunica una fuerza de toro que inyecta los ojos de sangre. 
            Mandelstam no consigue ver la pintura de Matisse, caro capricho 
            de pachá a sus ojos, pero si ve algo esencial en el momento 
            de desconcertarse , por más que le produzca rechazo, insoportabilidad. 
            (Yo creo que a Soriano le ha faltado un rumor critico complementario 
            en su andadura, ése capaza de haber dejado testimonio de la 
            continua turbación que por ahí anda y que nunca se atreve 
            a decir eso que, pese a todo, ve.) 
             
            Ya quedó apuntado más arriba que la naturalidad de Soriano 
            no se apuesto jamás a depender de la ocurrencia espontánea. 
            Qué es cosa que él le achaca, no siempre con razón 
            nadie es perfecto-, a gran parte del arte contemporáneo 
            por desplante y por convicción, como Croce pensaba que la poesía 
            italiana atacaba a Carducci. Él al hilo de un dibujo meticuloso, 
            sensual y sabio, hace hincapié en la composición. Sabe 
            que cada cosa reclama un lugar preciso, aunque sea para cuestionarlo 
            al minuto. Sabe que cada persona retratada, como Poussin recalca, 
            a la italiana, debe representar en el cuadro a un personaje que ha 
            de tener el color del tiempo que hace en la estación 
            pintada, Juan Soriano en un feliz sin tiempo que es su espacio mental 
            mas transitado, lo mismo dialoga con un bajo relieve de un sarcófago 
            romano que con un árbol de Monet, un desnudo de Tiziano o un 
            arcángel de Rafael. Dialoga con los que tuvo cerca al comenzar: 
            Julio Castellanos, Agustín Lazo, María Izquierdo o Tamayo. 
             
            Dialoga con los que luego vieron en su determinación una salida: 
            Lilia Carrillo, Vicente Rojo, José Luis Cuevas, Alberto Gironella 
            o Manuel Felguérez. Dialoga sobre pintura. Pero lo que rumia, 
            mientras tanto, parece una consigna moral de la antigua Grecia: Promete 
            poco y cumple mucho. Y, en esencia, a la hora de la verdad, 
            se centra en lo que quiere hacer más libre. Le echa un pulso. 
            Porque, cuando todo empezaba a estar ahí, en su sitio, algo 
            un color, una sombra, un destello- en algo singular se lo desdice. 
            Sin violentarlo, sin negarlo, pero reclamándole convivencia, 
            determinación para transformarse, para dar fe pictórica 
            de un armonioso extravío que, aunque el propio artista le asombre, 
            solo tiene que ver con Juan Soriano. Con un artista que aplica como 
            natural un pensamiento clásico: La naturaleza nos ha 
            hecho capaces de sentir todas las mudanzas de la fortuna: ya nos alegra, 
            ya nos incita a la cólera, ya nos angustia. Y que tiene, 
            además, una reserva no menos clásica urdida por Simónides: 
            La apariencia hace violencia incuso a la verdad (En repentina 
            travesura, Soriano tacha incluso.) 
             
            Y luego, antes, ahora mismo o al rato se pregunta, sin dejar de pintar, 
            por qué una terraza turística de Saint- Tropez, un café 
            de Tánger o una flores de Collioure no se anegan en lo pintoresco 
            cuando se pintan de determinada manera. Puede, así mismo, preguntarse 
            por qué Mario Sironi al mezclar arcaísmo, neoclasicismo, 
            futurismo y realismo para plasmar lo urbano, alcanza una unidad que, 
            sin embargo, a él le es ajena. Como uno mismo puede preguntarse 
            por qué todos los bodegones pintados por Soriano les conviene 
            e titulo de una obra de otro pintor, Filippo de Pisis, que no se le 
            parece nada: Natura morta sacroprofana. O por qué estando inscrito 
            de lleno en la sobria ebrietas de lo apolíneo e inmerso en 
            sus sabidas paradojas (calma, moderación / delirio, terribilitá) 
            no desemboca en la pintura metafísica. Irónico y certero, 
            puede Soriano, en un relámpago, pulverizar todas las preguntas 
            con otra que fue verso del divino Fernando Herrera ¡Cómo 
            vivo, pues deseo? 
            Elijo algunas obras de juventud, casi al azar, y las contemplo con 
            detenimiento: San Jerónimo, La Playa, Niña Muerta, Pareja 
            Junto a un Río, Cuatro esquinitas tiene mi cama y El Jardín 
            Misterioso. Todo se agita lentamente: disciplina, frescura, imitación 
            y malicia, gravedad y deleite. Y la elección de Baudelaire, 
            muy aprendida: Aprender es contradecirse. Hay un grado de consecuencia 
            que sólo está al alcance de la mentira. O la de 
            Heine, que, respetando todas las posibilidades que la naturaleza le 
            brinda al artista, le pide a éste que se fije en esas otras 
            que, al mismo tiempo, le serán reveladas solamente en su alma, 
            como lo simbólico innato de las ideas innatas. 
             
            Extraña forma de irrumpir. Hasta el punto de darle un vuelco 
            a todas aquellas teorías dieciochescas sobre lo sublime y lo 
            bello que tanto barajaron los neoclásicos y los románticos, 
            con indudable provecho, a partir del famoso tratado de Edmund Burke. 
            En él se aseguraba: Cuando el objeto representado en 
            la poesía o la pintura es tal que no desearíamos verle 
            realmente, entonces estoy seguro que su poder se debe a la imitación, 
            y no a una causa que obre en a cosa misma. (...) pero cuando el objeto 
            de la pintura es tal que recorreríamos al verle si fuese verdadero, 
            por raro que sea el sentimiento que produzca en nosotros, podemos 
            contar con que el poder del poema o de la pintura se debe más 
            a la naturaleza de la misma cosa que al mero efecto de la imitación 
            o a que consideramos la habilidad del imitador, por excelente que 
            sea. Cómica receta, con todos los respetos, pues lo pintado 
            por Juan Soriano se asienta con naturalidad en lo opuesto. Queremos 
            verlo en pintura, en pintura verdadera y con su dosis de mentira, 
            sin menester de salir corriendo a ver realmente el objeto. El objeto 
            es ya mancha definitiva, no pretexto. Mancha merecedora de aquel soneto 
            de Juan de Tassis, conde de Villamediana que para la pintura de Juan 
            Soriano parece escrito: 
             
            No solo admira que tu mano venza 
            El ser de la materia con que admira, 
            Sino que pueda el arte en la mentira 
            A la misma verdad hacer vergüenza; 
            Cuyo milagro a descubrir comienza 
            En el valor con que las líneas tira, 
            Paralelo capaz, con que la ira 
            Del tiempo y del olvido se convenza. 
            Tener cosa insensible entendimiento 
            Hace donde el engaño persuadido 
            Por verdad idolatre el fingimiento. 
            ¡Oh milagro del arte, que ha podido, 
            dando a una tabla voz y movimiento,  
            dejar sin él en ella el sentimiento! 
            Y está el momento excepcional en que se decide extremar lo 
            pictórico. Tal decisión no viene porque sí, y 
            claro que eso se nota a poco que miremos ciertos fondos de cuadros 
            anteriores como Recreo de arcángeles (1943) y La negra de Alvarado 
            (1944) o el oleaje de Rapto en Europa (1947). Ni se detiene luego 
            para siempre, en contra de lo que parece, pues más tarde vendrán, 
            por ejemplo, Mujer con tortuga (1967) y El cocodrilo (1978), pero 
            mucho antes, a raíz de lo otro , la explosión que es 
            la larga e intensa serie de Lupe Marín, revisitada (¿el 
            título se inventa en ese instante?) aquel momento, lo otro, 
            es cuando pinta Calavera, Apolo y las musas, La vuelta a Francia, 
            Retrato de una filosofía, El pez luminoso, Ojo azul, Las calaveras, 
            La villa de Diodemes, Viaje a Creta, El accidente... Eso, lo abstracto. 
            Que no lo es, como su autor protesta a cada instante y en ocasiones 
            con inmoderada fiereza, ya que, entre otros detalles , no solo son 
            legibles sus títulos, sino que para nada se ocupa de la desintegración 
            real y virtual de la geometría. Pero, a fin de entendernos 
            a cambio de otro error de perspectiva, valga con lo de abstracto hasta 
            donde haga falta. Que en ese caso, parada y fonda fue de un sinfín 
            de visitas repentinas: la del diablo de la analogía (música: 
            color) la de que un cuadro representa un cuadro, la de la orfandad 
            de las formas, la de la diferencia entre el artista y la obra, la 
            de dejarse poseer por la mancha... No les sacó teórico 
            partido. Con otro soniquete que el del estilo, se dijo: Ahí 
            queda eso. No el movimiento de Balla y su velocitá astracta 
            (rodar, rodar y rodar), sino un dejar que el cromatismo 
            se haga figura, tome cuerpo, dibuje con destellos reales más 
            que con movimientos ilusorios y alcance esa textura (visión 
            táctil) del musgo sorprendido por un rayo de sol. Un decir... 
            al borde, el nuestro. Y espléndidos los cuadros de Soriano, 
            muy difíciles de decir. O no: la real gana en zigzag. Y aunque 
            en el sin tiempo no se le dé importancia a esas minucias, recuérdese 
            que fueron pintados en la década de los cincuenta, cuando aquello 
            era, por doquier y en pintura, lo que era a la espera del pop. 
            Lupe Marín ni le sacó provecho. Había quedado 
            majestuosa en aquel retrato de 1945, con el codo derecho apoyado sobre 
            una mesa, pero erguida, distante, incluso ajena a lo que se trae entre 
            manos (una medalla de oro, un ramillete) para llevarnos todo eso que 
            impone, a una mirada que ni siquiera nos mira. Mirada propia de la 
            gran pintura, que, sin hurtarse, mira lo que no está. ¡Tanta 
            presencia pliegue tras pliegue, rejilla tras rejilla, nube a 
            nube- para tanta ausencia! Y esa boca que dice: Si yo hablara... 
            Pasión centrada: no tocar más. 
            Y en esto que Soriano veinte años más tarde, necesita 
            volver, reincidir al revés, descentrar lo obtenido y hacer 
            con esa obra paradigmática lo que es seguro que siempre e ha 
            tentado acometer con cada una de las suyas: desmontarla y desdecirla, 
            otorgarle la libertad y llevarla hasta las últimas consecuencias. 
            ¿Una locura más? Con sus correspondencias publicas , 
            no obstante, en la historia reciente del mismo gremio: Pablo Picasso, 
            dale que dale a Las meninas. Y en la intimidad: Lupe: no puedo 
            dejar de decirte ya nada. Nada puede hacer que te oculte lo que por 
            ti y para ti es en mí. Nada me puede contener, ni el temor 
            de herirte: te hiero en mi, Lupe, yo sangro más que tú, 
            yo sufro más, pero es necesario. Estoy poseído esta 
            vez, nada mío puedo negar a lo que me posee; me posee el amor 
            a ti. Me da una resolución que tu puedes mirar, una lucidez 
            que puede sentir. Te toco, te veo, te toco y te veo en mí: 
            yo soy de ti, fuera de ti no soy, déjame que me defienda de 
            morirme. Posesión amorosa, la de Jorge Cuesta. Obsesión 
            de Picasso con Velásquez. La Aventura obsesiva, de auténtico 
            poseso, que Juan Soriano aborda en esta serie tiene que ver sin duda 
            con otras cosas, pero, por encima de todas, con su propia obra, condensada 
            en aquel primer retrato que le hizo a Lupe Marín, retrato Cebo 
            y retrato fermento de la remoción ulterior, su verdadera puesta 
            en tela de juicio. A degüello y con ternura, hecha trizas. Todo 
            el cielo del extravío. Con la naturalidad de quien se dice 
            ante el vicio: Esta es la última. Y no. 
            Hay una cerámica de 1962, de 19 cm. de altura, que es bulto 
            y voluntad de reducirse a eso, a amasijo erecto, donde ya se aglomeran, 
            en densa síntesis los innumerables y fértiles vaivenes 
            de la gran aventura que supuso la serie dedicada a Lupe Marín. 
            Ahí el primer retrato se arruga, se metamorfosea, se da por 
            vencido: pasa de papier maché a papel de lija y se detiene 
            en tierra concentrada. Ahora quedó atrapada Lupe Marín. 
            No por un aire de familia común a todo el proceso, sino por 
            el asombro que produce ese trozo de masa granulada donde, eso sí 
            , perdura un porte, una altivez, una firmeza, una señora actitud: 
            estar en otra parte: Quizás en la que Lupe Marín, desde 
            el primer retrato, buscó con la mirada. 
            ¿Suena un paréntesis? Vamos a ver. Muchas cerámicas 
            antiguas de Juan Soriano diminutas y poderosas, crecieron con el tiempo 
            para afincarse en los espacios públicos. Bien está. 
            Pero alguna vez tendría que ser un cuadro el que diera el salto. 
            Pienso en La muerte enjaulada (1983). Veo la plazoela y, en el centro, 
            una gran jaula, cuyos barrotes espaciados van a dejar que entren y 
            salgan los pájaros. Dentro, un árbol de verdad, que 
            pueda florecer de amarillo, y un esqueleto, en pie, blanquísimo. 
            Y, ya puestos, que pinten el basamento de azul, de un azul que se 
            caiga de morado. ¿Un guiño a Carlos Pellicer? Creo que 
            sí. Pero voy a sus libreo y, eso, precisamente eso, no lo encuentro. 
            Corren entre mis dedos otros fragmentos azulados: azul tenso, 
            funde en otro s azules o cosas azules y eléctricas, 
            esto ultimo a propósito de Monet. Y, en buena hora, lo que 
            menos buscaba: Tanto su tiempo la tarde extiende, / que en dos 
            azules/ uno despide y el otro vuelve. Azules con Pellicer. Amarillos 
            con Juan Ramón Jiménez: Hubo rostros amarillos/ 
            por la sombra del jardín. Azules y amarillos de Juan 
            Soriano. Saturaciones y evanescencias que se mudan en malvas, añiles 
            y violetas o anaranjados, fundiéndose en abrazos de un verde 
            incierto. 
            Y el blanco y negro de sus dibujos: destreza y gracia, recién 
            surgidas. Clásicos hasta decir basta. Y, cuando menos se lo 
            esperan, puestos en solfa, ironizados, atacados de risa o llanto y 
            sin perder jamás la compostura. Y, en otro tance, Soriano se 
            destaca con dibujos de lubrica entereza, y es como si a Matisse no 
            le hubiera importado hacer media hora de lo que Cocteau. A Soriano, 
            extraordinario dibujante, lo que le importa sobremanera es la insistencia 
            en el dibujo, observándolo en sus múltiples transformaciones, 
            ver cual puede o no puede llegar a ser pintura o escultura, concederle 
            a la línea la naturalidad que a si mismo se impuso como línea 
            constante de conducta. 
            Era un paréntesis, que a otro se asoma. A finales de los sesenta, 
            el mismo día en que la conocí cuando vivía en 
            el monte Jura, Marpia Zambrano no tardó en decirme: Tienes 
            que conocer a Juan Soriano. Y, por la misma época, en 
            Paris, al evocar aquél encuentro con la autora de Claros del 
            Bosque, Octavio Paz me dijo: Tienes que escribir sobre Juan 
            Soriano. Sigue sorprendiéndome después de treinta 
            años, la coincidencia en el imperativo afectuoso para llegar 
            a Juan Soriano. Pero ahora ya me sorprendo de otra manera: al ver 
            que es de su obra donde se emana esa necesidad imperiosa de acompañamiento. 
            Y en verdad que me ha acompañado y me acompaña. ¿A 
            dónde? No se sabe. 
            Nunca se sabe por donde anda Juan Soriano. Sin ir más lejos, 
            leía yo ayer noche, y ya hacía tiempo, un libro de José 
            Ortega y Gaster. Andando en compañía de Soriano, anoté 
            por si acaso: Cuando el médico, sorprendido de que Fontenelle 
            cumpliese en plena salud sus cien años, le preguntará 
            que sentía, el centenario respondió: Rien, rien 
            du tout... Seulement une certaine dificulté d´être
 
            La vida, no solo a los cien años, sino siempre, consiste en 
            difficulté d´être. Su modo de ser es formalmente 
            difícil. Y andando en compañía de Soriano, 
            me acordé esta mañana de Fontenelle, pero citado por 
            un pintor, Gustave Moreau, a propósito del suceso que el escritor 
            contaba sobre un cristiano esposo que acababa de enviudar. En cuanto 
            hubo enterrado a su mujer, grito en viudo: ¡Oh Dios, solo 
            os pido una cosa! De mi desesperación, libradme: pero dejadme 
            con mi dolor. Se añade lo que es obvio: Conmovedor 
            y noble deseo, pero (ese hombre) exigía algo imposible. 
            Y, a reglón seguido, cuando todo parecía zanjado, aparece 
            este paréntesis, el de verdad: (¿por qué 
            imposible? Raro, rarísimo, pero no imposible.) 
            Raro pero no imposible, un arte que destierre la desesperación, 
            pero que se adueñe del dolor. Y, andando en compañía 
            de Soriano, me quedo conmovido con otra breve nota del diario de ese 
            pintor: En cuanto me he subido, después de largos años, 
            a un ómnibus, de dos caballos, me ha parecido estar dentro 
            de una andadera de niño chico. Hasta aquí, ya 
            estábamos acostumbrados. Lo que ocurre es que agrega: ¡Qué 
            lección para la óptica moral! quiere decir lo 
            que nadie ignora: que nada tiene existir hasta que no aparece otro 
            punto de comparación. Pero yo entonces, que es hora, me reafirmo 
            en el título que le había dado a éste extravío, 
            me tranquilizo con la conciencia. Estaba escrito. 
            Y sigo andando en compañía de Juan Soriano, gran pintor, 
            mientras, de atardecida, algo  cosas del otro mundo- 
            nos acerca con naturalidad a aquel propósito apalabrado por 
            Rainer Maria Rilke; poesía en voz alta: 
             
            No digamos ni mu de eso que ha sido. 
            Ya, que sigue la luz, hecha camino,  
            En el cielo que antaño contemplamos  
            Con ojos de un ayer, como ellos, claro. 
             
            Madrid, mayo, 2000. | 
         
       
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