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TEXTOS


PIERRE SCHNEIDER

PRELUDIOS DE UN ARTISTA
DE LA FUGA


Juan Soriano conoce el arte, tan raro en estos días y por lo misino tan necesario, de escapar. Nuestra época solo le concede el derecho de existir a lo que esta etiquetado. Encarnación moderna de Procusto, cuyo lecho era siempre demasiado pequeño o demasiado grande para las victimas a las que sujetaba -para luego estirarlas o cortarles una extremidad, según el caso-, la historia del arte no para hasta no poner a cada artista en su lugar, jPobre de aquel que, bajo de la apelación controlada de cubista, tuviera la ocurrencia de volverse expresionista! JTodo el peso de la ley caería sobre el artista conceptual que se convirtiera al paisajismo, y viceversa! Para librarse de la trampa de Procusto hay que ser Proteo, cambiar a voluntad y oponer a la obsesión taxonómica la metamorfosis permanente.

Es un don que Soriano no ha adquirido, pues esta en su naturaleza. A la dueña de una galería, que acababa de comprarle sus primeros cuadros y le pedía que realizara otros “del mismo género”, termine por responderle, con lágrimas en los ojos: “jEs imposible! Soy incapaz de repetirme.” No era una baladronada. Je est un autre, yo es otro, escribió Rimbaud, uno de sus poetas preferidos. Soriano es la viva imagen de esa formula. ¿Otro? Mas bien muchos otros, vivos y muertos, de América y Europa. Siguiendo un itinerario cuya lógica solo él conoce, aparece de pronto por el camino de Dix o de Fra Angélico, corre de Derain a Bernini y de Bernini a Matisse. Mírenlo en la plaza Navona... no: en Tula... no, demasiado tarde: esta en Creta. A sus anchas en todas partes, y entre todos, como si se tratara de viejos amigos de los que se hubiera despedido la víspera. Una cultura tan vasta suele aplastar al que la posee: a Soriano lo libera. Porque no se demora, nunca se apoltrona. No es extraño que le guste tanto Cocteau, con quien comparte el virtuosismo para desempeñar papeles contradictorios. Espíritu vagabundo, no procede por poses sino por pausas. Toda imagen se vuelve transito en sus manos. Aun la calavera, objeto definitivo por excelencia, en el que acaba la carrera de los hombres, se convierte en lugar de paso, esclusa de la fluidez:: las fronteras' de la muerte

se transforman ahí en muerte de las fronteras. Cierto que en estas ultimas no faltan barreras y alambradas, pero Soriano se divierte con ellas, vuelve solubles los venenos, mezcla esqueletos y ramos.
Los dibujos permiten comprender mejor como lo hace. Su programa es el que Verlaine le asignaba a la poesía: Rien qui pèse ou qui pose, nada que pese o pose. Ligereza y movilidad: la libertad tiene ese precio. Ligera es la mano del pintor, ligeras las costumbres de sus modelos. No se trata de volverlos sedentarios sino seducirlos, es decir, de llevarlos a otro lado: por ejemplo, un ramillete a la manera de Brueghel de Velours ante un fondo corno de Rothko, o ranas hurtadas a una bruja mexicana sobre las hojas de un nenúfar de Monet.

Suele decirse que el dibujo es a la pintura lo que la música de cámara a la música orquestal: el artista puesto al desnudo. En el caso de Soriano, la idea es justa. A su línea le repugna cortar; por el dibujo, su pintura se remonta al tiempo anterior al instante decisivo en que había que elegir, ser montaña o caballo, caballo o árbol: el tiempo de lo que él llama “la germinación”. Pasar las paginas de este libro dedicado al dibujo según Soriano es asistir a la etapa más mágica de cualquier concierto: la que precede a la llegada del director. Parece que los músicos apenas se conocen, uno afina su violín, otro desgrana arpegios en su flauta. Fragmentes de melodías brillan y se interrumpen, un grupo de instrumentos confluye fugazmente para darse el la y luego se dispersa en espuma sonora. Esos murmullos, exclamaciones, arrullos, silencios y titubeos nos brindan una vislumbre, si puedo decirlo así, del caos o, mas exactamente, de los últimos momentos del caos, puesto que no se trata ya de ruido y percibimos arreglos que esbozan, veleidades de figuración el magma sonoro recorrido ahora por los presentimientos, orientado por la espera, angustiosa y deleitable, de un nacimiento inminente. Y entonces el maestro aparece, la vara golpea el pupitre, el juego ordenado de la creación se instala, borrando toda traza de anárquico preludio.
 
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Juan Soriano | 2004